O mejor dicho, que nunca la besaron.




Con infinita ternura, Su Majestad la tomó entre sus manos y acercándola a su pecho a modo de abrazo, le dejó escuchar los latidos de su corazón.




¡Oh! ¡Cuánto hacía que no experimentaba semejante calidez!

Aún tenía la mirada franca. Aún su voz sonaba acariciadora. Aún era todo lo bueno que recordaba.




Y, en un arranque de locura, pensó: "Podría quedarme a su lado. Podríamos caminar juntos hasta cierto punto del camino". Pero él, repentinamente, la volvió a depositar en el suelo y con una encantadora sonrisa de despidió y continuó andando solo.




La rana lo vio alejarse hasta que desapareció en un recodo, y de un brinco emprendió su propio camino con la esperanza de volvérselo a encontrar alguna otra vez.